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Por: Federico Velio Ortega Delgado
En este espacio se encuentran los restos de los cientos de víctimas que participaron en la guerra de Independencia.
Caros hijos por el agua arrebatados,
juntos estáis en la memoria mía;
juntos también bajo esta losa fría
y en el cielo de gloria coronados,
mas vuestro padre sufre noche y día.
Dejásteis esta vida transitoria
para buscar la dicha y el reposo
en la mansión de verdadero gozo,
en el Edén de Inmaculada Gloria,
reunidos con el Todopoderoso
Así reza el epitafio dedicado “A los tres niños Natalia, Diódoro y Aurelio López y Cruz, que perecieron la noche de 20 de agosto de 1873”
Sus restos mortales yacen a perpetuidad en el costado poniente del Panteón de Santa Paula, junto a gavetas de personajes ilustres de la política local, cerca de donde están padre e hijo, vecinos donde esposo y esposa comparten la eternidad, donde se muestra amoroso recuerdo al “padre ejemplar”, al “amado esposo”, que sobresalen con tumbas anónimas o una modesta pieza que sólo dice “Jovita”.
Santa Paula es yerba que mal crece en un suelo compactado por pisadas, con flores que son homenaje, con tumbas olvidadas y lápidas adornadas o descuidadas. Santa Paula es canteras de las que quedan trozos, entre mausoleos y tumbas con bustos de coroneles y generales. Un espacio que cuenta miles de historias de los Yebra, los Palafox, los Obregón, los Rocha, los Doblado, los Olivares, los Guerrero, los Barrera y muchos más, sin contar sus rincones donde polvo se convirtieron los fusilados que compartieron una fosa común.
La entrada a Santa Paula está por el lado oriente: un arco con cruz que lo corona, sostenido por una puerta de hierro, flanqueada por murallas de piedra y cal.
Su área de sepulcros es un rectángulo de 150 por 60 metros. La zona poniente se encuentra el área antigua de gavetas, donde hay cuerpos desde el siglo XIX. Son las gavetas viejas, las de perpetuidad, donde reposan los restos desde el siglo XIX ese siglo XX convulsionado por revoluciones y olvidos.
El origen
En lo alto de uno de los montes que flanquean la cañada, donde las inundaciones llevaron reconstruir la ciudad sobre sus propias ruinas, ahí, en una falda del Cerro Trozado, en septiembre de 1853 fue colocada la primera piedra del Panteón Municipal.
Dice la historia difundida en la página web de la presidencia municipal que el predio fue donado por «El Güero» Victoriano con la condición de que el Panteón llevara el nombre de su madre, pero las pugnas entre el curato de Marfil y el Ayuntamiento llevaron a modificar el trazo y a negociar concesiones por derechos de las inhumaciones. Aún no entraban en vigor las Leyes de Reforma y el clero tenía poderosa potestad.
Lo construyeron al estilo parisino de la época con un acceso con sus respectivas murallas, altas y gruesas, en un lugar donde los vivos no quieren entrar ni los muertos pueden salir. Relata don Lucio Marmolejo en sus legendarias Efemérides que el panteón fue ubicado en la orilla de la ciudad, “de acuerdo con la vanguardia parisina de la época para construcciones funerarias y con el Decreto por el que se declara que cesa toda intervención del clero en los cementerios y camposantos, emitido el 31 de julio de 1859 por el Lic. Benito Juárez”, entonces Presidente de la República.
El antiguo cementerio del templo de San Roque fue destruido a finales de diciembre de ese año. Ahí, relata don Lucio, “encontraron en él una multitud de osamentas que pertenecieron a las víctimas de la Toma de la Alhóndiga de Granaditas, ocurrida el 28 de septiembre de 1810”.
Esos restos fueron conducidos al Panteón y, prosigue el cronista, “hubo la circunstancia curiosa de que entre las mandíbulas de una calavera se encontraron monedas por valor de tres reales y medio”,
El Panteón de Santa Paula fue inaugurado el 13 de marzo de 1861, en un país fragmentado en la pugna entre liberales y conservadores en una ciudad de conservadurismo popular y de liberalismo gubernamental.
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De lo ilustre a lo reconocido
Los muros descarapelados, sólo vestigios de pintura, ladrillos y escaleras a la deriva, basura en fosas abiertas en espera de cuerpos. La sonoridad de la zona, el bullicio y la movilidad de autos y personas le restan solemnidad.
Al entrar, están a primera vista una gran roca con una cruz tallada, donde yacen los restos del inmortal Armando Olivares, el rector que impulsara cultura, bohemia y modernidad a la Universidad de Guanajuato. Murió en 1962, sin tocarle conocer la época de cambio sesentero, con una Universidad que se iba a internacionalizar.
Cerca están las tumbas de don Manuel Doblado y el Gral. y Lic. Agustín Alcocer Godoy. El primero fue el gran liberal juarista que gobernó al estado en 1855-1858, 1860-1862 y 1863, este último periodo truncado por la intervención francesa; el segundo murió en 1940, no sin antes tener la gloria de haber sido el primer gobernador electo bajo la norma de la constitución de 1917. Un sencillo arco corona su recuerdo.
Hacia el poniente, dos sobresalientes columnas: una para Florencio Antillón, el gobernador derrotado por Porfirio Díaz y muerto y enterrado en 1903, que obligó a parte de su familia al exilio y que nos regaló al inmortal Jorge Ibargüengoitia, su descendiente, cuya pícara ánima debe andar haciendo de las suyas en España, donde pereció en un accidente de aviación en 1983. Solo no debe estar, pues con él iba la guapísima Fanny Cano.
La otra columna es en memoria del coronel Cecilio F. Estrada, que fue sepultado en 1906. La ironía de la vida es que ese hombre huraño y hosco, de origen humilde, prácticamente iletrado, fue un severo liberal que en 1877 a balazos hizo valer las leyes de Reforma dispersando a los rezanderos que violentaban la norma. Yace en torno a un mar de cruces.
Las tumbas cuentan historias románticas, como la de María Cleofas García de Robles, sepultada el 24 de octubre de 1888. A su diestra está una tumba idéntica: Mariano Robles, sepultado el 18 de febrero de 1889. En menos de 4 meses el hombre alcanzó a su amada. Es imposible no sentir o presentir una historia de romanticismo decimonónico.
También donde yace la familia: Juan Palacios Martínez, muerto en 1956. Ahí colocaron los restos de J. Jesús Guillermo Ramírez Martínez, sepultado en 2015 y María Socorro Martínez Torres, sepultada con ellos en 2020. El epitafio no puede ser menos amoroso:
“Hijo, hermano, esposo, padre y amigo:
Ojalá pudiéramos devolver el tiempo para verte de nuevo, para darte un abrazo y nunca soltarte y decirte cuánta falta nos haces. Mas comprendemos que llegó tu tiempo que Dios te ha llamado para estar a su lado. Así ello quiso. Hasta pronto nuestro guerrero y, como tú decías: ánimo, gente”
Una urna con la foto de una pareja matrimonial flanqueada por una imagen de la Virgen de Guadalupe remata una tumba tan hermosa como emotiva.
También sobresale la tumba de don Sebastián Barrera Ortiz, sepultado en 1983 y acompañado por los cuerpos mortales de Catalina Auld de Barrera e Ignacio Barrera Auld. Sí, como diría Ibergüengoitia: de los Barrera de Cuévano.
Así como hay lápidas de efusividad decorativa, las hay de modestia posiblemente solicitada en vida, como la de “Yolita”, así, nada más, sobre una loseta blanca, sin cruz ni fecha ni epitafio,
Las lápidas muestran una dinámica similar. Las hay anónimas y olvidadas, como las hay limpias y pulidas, como la de Luisa Lona vda. de Jaramillo, sepultada apenas en 2017, pero con una hermosa tipografía en cantera rodeada de laureles.
A diferencia de mausoleos y lápidas de los ilustres, en una modesta gaveta están los restos de Octaviano Muñoz Ledo, sepultado en 1874. Fue gobernador interino del estado de 1839 a 1840 y de 1851 a 1853.
En el recorrido por la zona poniente de gavetas hay difuntos y difuntas de los tres siglos. Los del 19 cuentan historias conmovedoras, como la de los tres niños arrastrados por el agua en 1873.
Destaca una placa de metal que sella una tumba: La Sociedad Filantrópica de Artesanos, a su socio Pedro Munguía, noviembre 20 de 1973.
Cerca de ahí, la gaveta de Nicéforo Guerrero, con el epitafio de “Su vida fue ejemplar”. Nació en 1854 y murió en 1934. Fue el tronco de una familia de políticos.
Luego está la gaveta de Josefa Obregón de Antillón, sepultada en 1886, o la de Manuel Godoy, en una gaveta de 1889. Luis G. Aranda de Alcántara, de 1915
Nombres y más nombres, incluso de los que yacen en la tierra que no los vio nacer, pero que posiblemente amaron, como la hermosa placa para recordar al hermano: “A mon Frére I. Eugéne Caire, né le 19 juillet 1845 à jausiers-bases-Alpes, France/ décédé le 30 juillet 1875”. Historia de franceses luego del II Imperio. O la de Fernando Palassou, nacido en los Pirineos (Francia) y sepultado en el afrancesado Guanajuato de 1908.
Al fondo, hacia el sur, los jardines donde alguna vez estuvieron las fosas comunes, a donde fueron aparar los fusilados del porfiriato y la revolución. Aunque de la mayoría se supo su nombre, se convirtieron en anónima estadística.
Los impactos de bala que pueden verse en las columnas de la entrada al panteón y los muros que lo circundan, especialmente los del lado norte y poniente, son lo único que los honran y homenajean el honor de hombres de lucha y guerra, muertos por sus convicciones.
Desde el acceso se admira la ciudad con sus colores y monumentos: la Universidad, la Alhóndiga, el Mercado Hidalgo, la Basílica, El Pípila. Desde abajo se alza la mirada para observar a la distancia esas murallas descarapeladas por la historia y por el descuido y la falta de mantenimiento.
Habría que pasar horas mirando y más horas escribiendo sobre personajes cotidianos y de los considerados ilustres. Unos y otros son historias por contar, olvidadas en un panteón olvidado, descuidado, repleto de nombres y hechos que muestran momentos de gloria y tragedia de una ciudad que ahora quiere ser “moderna”, en donde los cuerpos que se exhiben opacan a los que son historia.
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